domingo, 6 de agosto de 2017

Muriel Barbery (2007): “La elegancia del erizo”

Yo era una niña apática y casi minusválida. (...) La ausencia de gusto en mí rayaba en la nada, nada despertaba en mí. (...) En mi casa apenas se hablaba. Los niños chillaban y los adultos se afanaban en sus tareas como lo hubieran hecho de haber estado solos. Teníamos suficiente para comer, aunque frugalmente. (...) Pero no nos hablábamos. (...) La revelación tuvo lugar cuando, a la edad de cinco años, en mi primer día de colegio, tuve la sorpresa y el susto de oír una voz que se dirigía a mí pronunciando mi nombre.
-¿Renée? - preguntaba la voz, mientras yo sentía posarse sobre la mía una mano amiga. (...) Y la mano amiga no dejaba de ejercer sobre mi brazo - incomprensible lenguaje - ligeras y tiernas presiones. Renée. Se trataba de mí. Por primera vez, alguien se dirigía a mí por mi nombre. Mientras que mis padres recurrían a un gesto o a un gruñido, una mujer, cuyos ojos claros y labios sonrientes observé entonces, se abría camino hasta mi corazón y pronunciando mi nombre, entraba conmigo en una proximidad de la que hasta entonces yo no nada sabía. Descubrí a mi alrededor un mundo que, de pronto, adornaban mil colores. (...) Entonces, con mis enormes ojos clavados en los suyos, me aferré a la mujer que acababa de traerme a la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario